EL ANUNCIO DEL REINO Y EL DISCIPULADO
Reflexión. Tercer domingo del Tiempo Ordinario.
Lectura del profeta Isaías 9, 1-4.
Si en otro tiempo humilló el país de Zabulón, y el país de Neftalí, en un futuro ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la región de los paganos.
El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz. Has acrecentado la alegría, has aumentado el gozo: gozan en tu presencia, como se goza en la cosecha, como se alegran los que se reparten el botín. Porque la vara del opresor, el yugo de sus cargas, su bastón de mando los trituraste como el día de Madián.
Respondemos con el salmo 26, 1-4, 13-14.
El Señor es mi luz y mi salvación.
El Señor es mi luz y mi salvación:
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida:
¿de quién me asustaré?
El Señor es mi luz y mi salvación.
Una cosa pido al Señor, es lo que busco:
habitar en la casa del Señor
todos los días de mi vida;
admirando la belleza del Señor,
y contemplando su templo.
El Señor es mi luz y mi salvación.
Yo, en cambio, espero contemplar
la bondad del Señor en el país de la vida.
–Espera en el Señor, sé valiente,
¡ten ánimo, espera en el Señor!
El Señor es mi luz y mi salvación.
Dios había dividido a Israel en partes para dárselas a cada una de las tribus. Dos de esas tribus vivían en el norte y estaban contagiadas por las ideologías idolátricas de otros pueblos. Por eso nos dice Isaías que vivían en las tinieblas del pecado, lejos de Dios. Esto continúo hasta Jesucristo. Por eso nos dice que Jesucristo empezó su predicación por esas tribus de Galilea.
Frente a esta predicación la gente se llenó de alegría porque veían la luz de la fe, del amor, de la piedad hacia Dios. Lo mismo que el segador se llena de alegría cuando recoge las frutas o como el que está en la guerra sabe que se termina y ya no hay botas con sangre, así es la alegría de nuestra salvación.
Jesús empezó su predicación anunciando la llegada del reino de Dios. Es una Palabra que va también para nosotros. Arrepiéntanse de sus pecados, vuelvan hacia Dios, abran sus oídos para escucharlo y obedecerlo y experimentarán que el Reino de Dios llega a su Corazón, a su familia.
La conversión a Dios consiste siempre en descubrir la misericordia de Dios, es decir, ese amor que es paciente y benigno (cf. 1 Co 13,4) a medida del Creador y Padre... La conversión a Dios es siempre fruto del "reencuentro" de este Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no sólo como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo "ven" así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a él" (Dives in misericordia, n.° 13).
La conversión recupera, restaura las justas relaciones rotas por el pecado, entendido éste fundamentalmente como "desorientación" existencial y "fractura" violenta de la solidaridad entre Dios, el hombre, los seres y los estados de la creación.
Efectivamente, el pecado "desorientó" al hombre. "¿Dónde estás?" (Gn 3, 9), es la pregunta de Dios a un Adán que antes de perder el Paraíso ya se había perdido en él. Al pecar se confundió, por eso, desorientado, "me escondí" (Gn 3, 10), e introdujo una fractura violenta en las relaciones interhumanas. (Gn 3, 14-19; Rom 8, 20).
Sin embargo, seducido por Cristo, Pablo aparece como un claro exponente de otra realidad: descubrir a Cristo. "Para mí, vivir es Cristo" (Fil 1, 21) "con Cristo estoy crucificado; vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,19-20) Por eso la conversión es el descubrimiento de Dios, de Cristo en nuestra vida, en la vida de los otros, en la creación y esto exige de nosotros la donación y ponerse en sus manos. Tengamos fijos los ojos en el pionero de la fe, Jesús" (Hb 12, 1-2) "Pues si alguno está en Cristo, es una criatura nueva; el ser antiguo ha desaparecido, hay un ser nuevo" (II Co 5, 17; Gal 6, 15). Novedad que comporta acogida: "Vivan según Cristo, el Señor; enraizados en él, déjense edificar y construir por él" (Col 2, 6) y abandono: `Despójense del hombre viejo... y revístanse del hombre nuevo, creado según Dios" (Ef 4, 22-24).
"¿Dónde está tu hermano?" (Gn 4, 9) es la pregunta que pende sobre toda pretendida conversión a Dios. La mediación humana es indispensable para el encuentro con Dios (1 Jn 3, 11-24), y las necesidades humanas determinan el juicio divino sobre el hombre (Mt 25, 34-46). Convertirse a Dios exige convertirse al hermano; más aún, convertirse en hermano.
Queremos que Dios nos cambie la vida, haciendo milagros pero nosotros no queremos cambiar de vida y esto no es congruente. Convertirse significa renunciar al pecado. Cada uno de nosotros debe examinar su conciencia y ver en que se ha apartado de Dios y del prójimo, en que se ha endurecido el corazón y no queremos dejar nuestras malas costumbres. No tengamos miedo para dejar esas malas costumbres aunque nos parezcan que triunfamos y nos gozamos con ellas. Rompamos con el pecado y sentiremos la alegría de la salvación. Nos veremos liberados.
Así podemos cantar con el salmo que el Señor es mi luz y mi salvación y no vamos a tener miedo de nada. Lo que importa es que nosotros podamos habitar con el Señor, en su casa y gozar de la dulzura de su amor en el país de su Reino.
Lectura del Evangelio de san Mateo 4, 12-23.
Al saber que Juan había sido arrestado, Jesús se retiró a Galilea, salió de Nazaret y se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí.
Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías:
Territorio de Zabulón
y territorio de Neftalí,
camino del mar,
al otro lado del Jordán,
Galilea de los paganos.
El pueblo que vivía en tinieblas
vio una luz intensa,
a los que vivían
en sombras de muerte
les amaneció la luz.
Desde entonces comenzó Jesús a proclamar:
— ¡Arrepiéntanse que está cerca el reino de los cielos!
Mientras caminaba junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos –Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano– que estaban echando una red al lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
—Vengan conmigo y los haré pescadores de hombres.
De inmediato dejando las redes le siguieron.
Un trecho más adelante vio a otros dos hermanos– en la barca con su padre Zebedeo, arreglando las redes. Los llamó, y ellos inmediatamente, dejando la barca y a su padre, le siguieron.
Jesús predica y nos llama a nosotros a ser sus discípulos. Nos dice que Jesús fue a Cafarnaún, junto al lago de Galilea. Un día Jesús se encuentra en la playa donde llegan unos pescadores desde el mar sin haber pescado nada nada y estaban angustiados. Jesús se acerca a uno de ellos que se llamaba Simón. Estaba también otro hermano que se llamaba Andrés. Jesús mira con amor a Simón y a su hermano. Esa mirada llega al corazón y los cuestiona, porque sienten que su vida se cambia. Dios se ha enamorado de ellos y los amó desde toda la eternidad. Los toca con la mano en el hombro y los llama por su nombre. Simón, Sígueme, Andrés, sígueme y aquellos hermanos sienten que esa mirada transforma su corazón, dejan las barcas que los retenían y se van con Jesús. Quizás no habían entendido lo que significaba dejarlo todo pero en el fondo de su corazón estaban contentos. Más tarde tendrán unas crisis y se querrán volver a su casa pero la red estaba echada y no podían dejar a Jesús. Desde ahora son de Jesús y se ponen en sus manos. Lo mismo pasará con otros dos hermanos pescadores. Dejaran las redes, la barca, a su padre e irán con Jesús.
¿Por qué soy cristiano? Es una pregunta que debemos hacernos todos. Pedro nos diría: me he encontrado con Jesús, me ha mirado, me ha amado, me ha llamado por mi nombre y lo seguí.
¿Sentimos nosotros que somos cristianos no simplemente porque estábamos bautizados sino porque hemos tenido un encuentro con Jesús, que a mí me ha llamado y lo he sentido en mi corazón y he tenido la suerte de dejarlo todo y poner a Jesús en primer lugar en mi vida, dejando todo aquello que me apartaba de Jesús? He tomado a Jesús y todo lo perdí por Jesús porque mi vida es Jesús y siento la necesidad de tener un tiempo para escuchar a Jesús en el corazón, en su Palabra, en recibirle en la eucaristía, en no dejar que el pecado se adueñe de mí.
Aquellos jóvenes siguen a Jesús, lo escuchan pero sentirán poco a poco que tienen una misión en el mundo: ser pescadores de hombres, es decir, apóstoles que anuncian el evangelio. Son pescadores y tienen pocas instrucciones pero se dejaran guiar por el Espíritu santo e irán por el mundo para anunciar a Jesús y su reino. No miran sus cualidades, poderes sino la fuerza de Jesús y su espíritu.
También nosotros estamos llamados a anunciar a Jesús por el mundo; quizás podemos empezar por los vecinos de casa, leyendo con ellos trozo del evangelio, a lo mejor podemos dar un consejo a los que tienen problemas, quizás podemos invitarlos a rezar el rosario. No podemos dejar a nadie sin decirles su Palabra en nombre de Jesús.
Lectura de la primera carta a los corintios 1, 10-13, 17.
Hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo les ruego que se pongan de acuerdo y que no haya divisiones entre ustedes, sino que vivan en perfecta armonía de pensamiento y opinión. Porque me he enterado, hermanos míos, por la familia de Cloe, que existen discordias entre ustedes. Me refiero a lo que anda diciendo cada uno: yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Ha sido crucificado Pablo por ustedes o han sido bautizados invocando el nombre de Pablo? Porque Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar la Buena Noticia, sin elocuencia alguna, para que no pierda su eficacia la cruz de Cristo.
En la comunidad de Corintio algunos se dejaron arrastrar por el orgullo y amor apropio y empezaron a existir divisiones, incomprensiones y Pablo les hace ver que estas cosas no deben darse nunca en una comunidad cristiana, Jesús ha rezado por todos para que seamos una sola cosa con Él y con el Padre. Nosotros no somos quienes para decir que hemos dado los dones a la gente. Somos instrumentos de Jesús para salvar pero nada más, sin ponerse por encima del otro.
P. Vicente Pérez.
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