La Hija de Jairo
Reflexión. Décimotercer Domingo del tiempo ordinario. B.
Todos probamos la enfermedad que nos lleva a redimensionar nuestra vida y hacernos más acogedores de las otras personas. A veces podemos pensar que la enfermedad es un castigo de Dios y maldecimos por ello a nuestro Padre. A veces pensamos en la muerte y nos desesperamos. ¿Por qué me lleva Dios o a mi familiar con el que yo comparto mi vida? Blasfemamos contra Dios y no nos damos cuenta de que todas las cosas nos vienen para que podamos ser más humanos, más comprensivos con los problemas de las otras personas.
En el libro de la Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-25 Dios nos da una palabra. Dios no se recrea en el dolor ni en la muerte. Dios nos las da ‘para que tengamos la vida. Dios no puso en las criaturas veneno de muerte. El demonio se interpuso entre Dios y el ser humano. Creímos al demonio y experimentamos el dolor, la incomprensión, el sufrimiento, la muerte.
Jesús se hizo uno de nosotros, en todo igual a nosotros menos en el pecado. Tomó el dolor, el llanto, la enfermedad, el rechazo. Aceptó la misma muerte, y una muerte de cruz, terrible por sus dolores y lo hizo para librarnos a nosotros de ese dolor, para que experimentáramos que Él está junto a nosotros en el sufrimiento, que nos da su alivio. Él lleva nuestra cruz para que nosotros no sintamos el peso de ella.
En el evangelio de San Marcos 5, 21-43 se nos presenta el dolor de dos mujeres. Una niña de doce años que estaba en peligro de muerte. Su padre, que se llamaba Jairo que quiere decir: Dios ilumina, se acercó a Jesús para pedirle que fuera a su casa para curar a su hija. Jesús se pone en camino en medio de mucha gente.
Entre esta gente hay una mujer con flujos de sangre que llevaba doce años visitando médicos y sin curarse. Tenemos así a dos mujeres y junto a ellas el dato de doce como eran las tribus de Israel: doce. Esta mujer era consciente que no podía tocar a nadie porque la hacía impura como lo decía la Ley pero lo hace, llevada por la fe en Jesús: Si logro tocar el manto me curaré. Así lo hizo y sintió que había sido curada. También Jesús sintió que alguien la había tocado porque había salido de Él una fuerza salvadora. Por eso pregunta: ¿Quién me ha tocado? Todos se extrañan porque estaban apretujados y se tocaban. Aquella mujer viéndose descubierta, lo reconoció ante Jesús. Jesús alaba su fe que le da la salud.
Más adelante llegan al pueblo donde vivía Jairo y le avisan que la hija está muerta, que no moleste al Maestro. Jesús interviene para decirle que tenga fe. En la casa de Jairo estaban todas las mujeres que lloraban se burlaban de Jesús y Jesús les hace callar. Entra Jesús en el cuarto donde estaban la muchacha y con Él tres discípulos y los padres. Jesús la toca con la mano. Niña, levántate, le dice. Así lo hizo y dijo a sus padres que le dieran de comer como señal de que estaba viva.
En estos dos casos Jesús ha pedido la fe en Él y por esa fe ha recibido el milagro. Todo es posible a quien cree. Jesús ha venido para destruir el mal, la enfermedad, la muerte. Él tomó nuestros sufrimientos, la misma muerte pero venció el dolor, la muerte porque resucitó de entre los muertos. Así la enfermedad, la muerte no nos destruyen sino que podemos soportarlos con Jesús y completar en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo por la Iglesia. Nuestro dolor tiene la fuerza del dolor de Cristo. Por eso no nos desesperamos porque Jesús está con nosotros. Ciertamente que nosotros en medio de todos los males estamos llamados a tener la actitud de Jesús. Pase de mí este cáliz, este dolor, la muerte pero no se haga lo que yo quiero sino lo que tú quieres. Cuando le pedimos a Dios la salud, el trabajo con estas actitudes, somos escuchados como Jesús, por nuestra piedad y temor de Dios. A veces nos acercamos a Dios exigiéndole que haga lo que nosotros queremos y nos preguntamos qué quiere Dios de mí. Si Dios no nos da lo que le pedimos, renegamos de Dios. La enfermedad nos debe llevar a identificarnos más con la voluntad de Dios y en medio del dolor, encontramos la paz y la serenidad.
El dolor y la enfermedad nos deben llevar a comprender el dolor de los demás, a olvidarnos de nosotros mismos, a dar nuestro tiempo, nuestras limosnas a esa otra persona que sufre. Así el dolor nos une, nos hace más humanos y nos ayuda a compartir con los demás.
En la segunda lectura de la II carta los Corintios 8, 7-9, 13-15 se nos habla de ayudarnos unos a otros en nuestras necesidades. San Pablo había organizado una colecta en las comunidades de Macedonia y Acaya para llevar lo recaudado a las comunidades de Jerusalén que estaban en mucha miseria. Sobresalían en muchos dones de la fe, la palabra, el empeño `pero debían sobresalir también en privarse de algunas cosas para ayudar sus hermanos. San Pablo nos pone el ejemplo de Cristo que no se contentó ser Dios sino que tomó nuestra condición humana para compartir con nosotros las alegrías y las tristezas, la salud y al enfermedad. Todo lo puedo en aquel que me conforta.
En este domingo cercano a la fiesta de san Pedro, la Iglesia nos invita a ser generosos como Jesús, para ayudar a nuestros hermanos. Es el día del Papa y como cabeza de la Iglesia, está llamado a distribuir a los más pobres de la tierra las ayudas que manden los cristianos. Hoy ayudaremos a unos, mañana a otros. Un día quizás estemos nosotros en la desgracia y otros nos ayudarán. A veces hay necesidades fuertes porque en algunos lugares no llueve y no hay cosecha. Otras veces hay terremotos y todos nosotros sabemos lo que esto significa. Otras veces hay pestes y tantas otras cosas. El Papa está al frente de toda la ayuda de la Iglesia y ninguno de nosotros puede cruzarse las manos y no ayudar. Que otros lo hagan, podemos pensar o decir. ¡Nunca esto!
Ante esta actitud, pensemos que Dios nos pedirá cuentas por lo que hayamos hecho o hayamos dejado de hacer a los demás pues lo que hemos o no hacemos, será como si lo hiciésemos a Jesús y hayamos dejado de hacerlo. Seamos generosos y Dios nos llenará de sus dones.
P. Vicente Pérez.
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